Hogar de vagabundos, por Raúl Tamargo

 
Por Raúl Tamargo

Hogar de vagabundos: eso era (entre otras cosas) la Biblioteca Pública de Los Ángeles para Bukowski. La Biblioteca Virtual es también, para mí, un hogar. Un hogar en el que es posible vagabundear. Entre textos y bibliotecas comunes y especiales, autores y curiosidades, perlitas de la historia del libro y la escritura, personas y personajes que han deambulado también, siempre entre libros, entre lectores con camino recorrido o a la caza de nuevos lectores. En el recorrido, habrá enlaces a otros destinos y a otros caminares. Hogar de vagabundos forma parte de la Revista BV 2020 y está ligado indisolublemente a la Biblioteca Virtual


La Biblioteca Pública de Los Ángeles (Estados Unidos) es en realidad una red de bibliotecas que abarca 72 edificios en toda la ciudad. El edificio central se fundó en 1926 y en 1986 sus depósitos sufrieron dos incendios que destruyeron parte de su patrimonio. Dicen que la reconstrucción contó con el voluntariado de buena parte de los habitantes de la ciudad. Es fácil de creer, si se tiene en cuenta que en el país del norte las bibliotecas en general son mucho más que lugares donde es posible acceder a distintos tipos de documentación. Suelen ser sitios de reunión para una gama enorme de actividades y, sin duda, son puntos de referencia para los habitantes de las ciudades grandes y pequeñas. En el cine estadounidense, es frecuente ver a algún personaje que presenta la credencial de una biblioteca ante una autoridad, como si se tratara del DNI. Luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, como parte de la cacería impulsada por Bush sobre el planeta, se impulsó una especie de seguimiento de lecturas y lectores (tal vez hablemos de esto en otra entrada), por supuesto, desde las bibliotecas. La medida fue resistida y desconozco si se llegó a implementar, pero lo que interesa destacar aquí es el lugar de importancia que las bibliotecas parecen tener para la población (y los gobiernos, por lo visto) de los Estados Unidos.

Aunque el poema de Bukowski que presentamos aquí no precisa ningún contexto para ser apreciado, conocer algo de esa biblioteca a la que el poema le habla, y de la valoración de sus usuarios, tal vez nos haga comprender mejor por qué el poeta pronuncia cinco veces la palabra «hogar». Gracias, Bukowski, por el bello poema y por darnos un nombre para este sitio.

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Hogar de vagabundos

 De Sri Lanka a Buenos Aires: un poema de amor en palmas


En 2017 un catalogador de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno realiza un descubrimiento en la Sala de Tesoro: 5 palmas que contienen un fragmento de un poema amoroso, probablemente escrito en el siglo XV y cuyas copias manuscritas datan de finales del siglo XVII o principios del XVIII.

Se dice fácil, pero llegar a rescatar esta información llevó muchos meses. Nuestro catalogador*, además de los saberes propios de los bibliotecarios, tiene muchos otros, pero es, sobretodo, un curioso entusiasta. Establece hipótesis y contactos con expertos de Oriente y Occidente. Algunas de sus hipótesis iniciales se confirman y otra se desmienten. Finalmente, consigue los datos suficientes para realizar el registro catalográfico. No abundaré aquí en los detalles que pueden verse en él. Sugiero su visita a

En 2019 se realiza un encuentro de catalogadores en el que se pone en público el hallazgo y las peripecias de nuestro curioso bibliotecario. Su ponencia no ha sido todavía publicada, una pena.

Tampoco contamos con la traducción del texto, pero aun así hemos aprendido en el camino muchas cosas: que la actual Sri Lanka se llamó Ceilán; que hubo allí, en el siglo XV, un reino floreciente llamado Kotte; que el cingalés es la lengua clásica y aún viva de ese lugar; que su escritura es silábica y no alfabética; que las palmeras, además de dar sombra, frutos y madera, han dado sostén a la escritura durante siglos; que los libros pueden tomar formas insospechadas; que un poema amoroso puede perdurar centenares de años aun en soportes tan fácilmente degradables como una palma.

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Bibliotecas que no esperan -1-
 
 

 
La bibliolancha

La relectura de los buenos poemas dispara siempre cosas diferentes. El lector que vuelve sobre un texto que ha transitado otras veces ya no es el mismo. Entonces, si lo escrito o lo dicho se mantienen vivos, es posible afirmar que el poema también ha cambiado. La biblioteca, de Roberto Juarroz, es uno de esos textos vivos a los que se puede ir una y otra vez y nutrirse de cosas diferentes.

En este caso, a este lector bibliotecario le ha hecho pensar en los modos en que «la biblioteca» no es ese lugar que espera. O sería mejor decir que me ha hecho pensar en algunas de las bibliotecas que no esperan. Hablaré aquí brevemente de uno de ellos, pero me propongo volver sobre este asunto con el relato de variadas experiencias.
La biblioteca popular Santa Genoveva se encuentra ubicada en una isla del delta del Paraná, en jurisdicción del partido de San Fernando, en la provincia de Buenos Aires. Cuenta con un pequeño edificio y un fondo de aproximadamente 7000 libros.



La biblioteca, de Roberto Juarroz

El aire es allí diferente,

está erizado todo por una corriente

que no viene de este o aquel texto,

sino que los enlaza a todos

como un círculo mágico.

El silencio es allí diferente.

Todo el amor reunido, todo el miedo reunido,

todo el pensar reunido. Casi toda la muerte,

casi toda la vida y, además, todo el sueño

que pudo despejarse del árbol de la noche.

Y el sonido es allí diferente.

Hay que aprender a oírlo

como se oye una música sin ningún instrumento.

Algo que se desliza entre las hojas,

las imágenes, la escritura y el blanco.

Pero más allá de la memoria y los signos que la imitan,

más allá de los fantasmas y los ángeles que copian la memoria

y desdibujan los contornos del tiempo,

que además carece de dibujo,

la biblioteca es el lugar que espera.

Tal vez sea la espera de todos los hombres,

porque también los hombres son allí diferentes.

O tal vez sea la espera de que todo lo escrito

vuelva nuevamente a escribirse;

pero, de alguna otra forma, en algún otro mundo,

por alguien parecido a los hombres

cuando los hombres ya no existan.

O tal vez sea tan solo la espera

de que todos los libros se abran de repente,

como una metafísica consigna,

para que se haga de golpe la suma de toda la lectura;

ese encuentro mayor que quizá salve al hombre.

Pero, sobre todo, la biblioteca es una espera

que va más allá de la letra,

más allá del abismo,

la espera concentrada de acabar con la espera,

de ser más que la espera,

de ser más que los libros,

de ser más que la muerte.


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Bibliotecas que no esperan -2-


El biblioburro

El maestro colombiano Luis Soriano, en algún momento de 1997, pensó: «Esos niños del monte no van a venir a la biblioteca. Hay que llevarles la biblioteca allá». Lo cuenta en un hermoso video de 5 minutos publicado por Comunidad Andina y que pueden visitar aquí
 
Desde entonces, ininterrumpidamente ha compartido libros y lecturas con los niños de las poblaciones apartadas de la zona donde reside, un pueblo rural en la provincia de Magdalena, llamado La Gloria.
 
Para su propia gloria y la de sus pequeños lectores, desde aquel comienzo en el que contaba con los 70 libros de su biblioteca personal hasta la actualidad (un fondo de 4000 documentos en 2019) ha recorrido mucho camino y su trabajo ha tenido bastante difusión, como es posible constatar en internet.


 
Pero no lo ha recorrido solo, sino con la compañía de sus dos burros: Alfa y Beto. Son ellos los que trasladan la carga de papel. Puedo imaginar al maestro bibliotecario, en algún punto del camino, proponiendo a sus animales: «Ahora tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y el campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio en su desnudez al infinito y sostenido pensamiento solitario». En verdad, es lo que proponía Juan Ramón Jiménez a Platero, allá por 1914.

Platero y yo ha tenido la desgracia, en Argentina, de haber sido durante mucho tiempo un texto escolar. Hoy ha quedado relegado; no obstante su belleza continúa disponible para cualquier lector. Reivindicarlo es, también, reivindicar al burro, un animal injustamente asociado con la brutalidad y la ignorancia. Sospecho que Soriano comparte este pensamiento. Desde luego que podría transportar sus libros por algún otro medio sin que su tarea perdiera importancia. Pero lo hace a lomo de burro y ha bautizado a sus compañeros de ruta con nombres que, en equipo, conforman los signos básicos para la transmisión del conocimiento y la literatura. Todo un mensaje.
 
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